Dioles mucha risa y, apartándose, ya estaban juntos hasta ciento. Comenzaron a escarrar y tocar al arma y en las toses y abrir y cerrar de las bocas, vi que se me aparejaban gargajos. En esto, un manchegazo acatarrado hízome alarde de uno terrible, diciendo:
-Esto hago.
Yo entonces, que me vi perdido, dije:
-¡Juro a Dios que ma...!
Iba a decir te, pero fue tal la batería y lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la razón. Yo estaba cubierto el rostro con la capa, y tan blanco, que todos tiraban a mí, y era de ver cómo tomaban la puntería. Estaba ya nevado de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome cubierto y que no tenía en la cara cosa, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera:
-¡Baste, no le déis con el palo!
Entré en casa, y el morisco que me vio comenzóse a reír y a hacer como que quería escupirme. Yo, que temí que lo hiciese, dije:
-Tené, huésped, que no soy Ecce-Homo.
Nunca lo dijera, porque me dio dos libras de porrazos, dándome sobre los hombros con las pesas que tenía. Con esta ayuda de costa, medio derrengado, subí arriba; y en buscar por dónde asir la sotana y el manteo para quitármelos, se pasó mucho rato. Al fin, le quité y me eché en la cama y colguélo en una azutea. Vino mi amo y como me halló durmiendo y no sabía la asquerosa aventura, enojóse y comenzó a darme repelones con tanta prisa, que a dos más, despierto calvo. Levantéme dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo:
-¿Es buen modo de servir ése, Pablos? Ya es otra vida.
Yo, cuando oí decir «otra vida», entendí que era ya muerto, y dije:
-Bien me anima V. Md. en mis trabajos. Vea cuál está aquella sotana y manteo, que ha servido de pañizuelo a las mayores narices que se han visto jamás en paso, y mire estas costillas.